miércoles, 20 de enero de 2010
Él no lo sabía, pero era alérgico a los gatos. Ella no lo sabía, pero quería mucho a su gato. Se conocieron como todos. Unas miradas, unas palabras con vocación de altos vuelos y a la semana estaban enamorados. Quizá antes. El caso es que al cabo de unos meses, y viendo que el fuego no se extinguía, decidieron comenzar a vivir bajo el mismo techo. Él aterrizó cargado de ilusión. Ella también, pero con un gato. A él le costó aproximadamente unos dos días percatarse de que cuando aquel animalito, Fosky se llamaba, estaba cerca, su cuerpo comenzaba a metamorfosearse rápidamente, coloreándose de un rojo púrpura a la par que los ojos se le hinchaban como si alguien estuviera inflando dos globos desde dentro. Probablemente los estornudos cada dos segundos y el chorreo constante de agua y moco por su nariz fuera lo de menos, pero también le tocaba los cojones. Una noche decidió hablarlo con ella. Y ella le escuchó. La noche siguiente, mientras se rascaba por todo el cuerpo, estornudaba y se sonaba los mocos, volvió a intentar el diálogo. Ella volvió a escucharle. A la noche siguiente, rascándose de nuevo, comprobó que la camiseta y el pantalón del pijama comenzaban a ceder. Entonces se enfadó. Incluso cometió la imprudencia de decirle, a ella, "el gato o yo". Al día siguiente, trabajando, comenzó a urdir un plan para asesinar al gato. Debía encontrar algo que doliera, que le hiciera sufrir. Pero ella, más lista que el hambre, se percató. Así que cambió la cerradura de una habitación por una de llave y cuando ella no estaba en casa, el gato permanecía a salvo, encerrado. A pesar de todo esto, tuvieron un hijo. También hacían el amor. Ella se había ya acostumbrado a verlo de color rojo, rascándose mientras gemía de placer. A él también le hacía gracia estornudar de tres a cinco veces mientras eyaculaba. Y los años pasaron. Dicen que el ser humano se acostumbra a todo. Pero Fosky, un día, murió. Al poco tiempo el odio que él sentía desapareció. Y como ya no sentía nada, se fue.
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